Hubo una vez, en la selva de Zoran, un gibbaï muy viejo. Básicamente, los gibbaïs no son muy hermosos, pero éste se había vuelto demasiado desaliñado. Su pelo había perdido toda su negrura y había perdido tanto que parecía muy flaco y desaliñado. Sus bigotes, que habían sido largos, estaban retorcidos y parecían un sacacorchos. Sus garras estaban rotas y eran incapaces de desgarrar nada. Se pasaba los días agazapado, soñando con el gran guerrero que había sido, acompañando al propio Gibbakya.
Un día el jefe de la tribu se acercó a él:
El jefe reflexionó un momento y asintió.
Osco conocía la selva como nadie. Se dirigió sin problemas a un campamento de trykers. Sin embargo, no se planteó atacar a esos guardias armados. Pero sabía que, alrededor de los campamentos, podía encontrar individuos solitarios. Y, efectivamente, una de estas pequeñas criaturas, con pelaje rubio en la cabeza, se paseaba desarmada. Acercarse a través de un chorro desde detrás de un árbol era una táctica que Osco había utilizado a menudo cuando era joven. Así, los pequeños se agarraban de miedo y él sólo tenía que golpearlos con sus largos brazos para verlos caer, y llevarlos de vuelta al campamento. Osco se puso en posición esperando que el chico rubio se acercara y en el momento justo, saltó de detrás del árbol mostrando sus garras. Pero no ocurrió nada de lo esperado. El chico rubio, tras la sorpresa de un instante, comenzó a reírse y esquivó sin problemas los brazos sin fuerza de Osco.
Osco se sintió humillado en su interior. Volvió a lanzar sus garras hacia delante, pero sin más efecto que el de redoblar la hilaridad del tryker. Y cuando el tryker empezó a sacar una pica bastante afilada, Osco bajó la cabeza y se alejó rápidamente, perdiendo fácilmente a su perseguidor gracias a su conocimiento de la selva.
El jefe esperaba su regreso:
Los ojos del jefe se pusieron aún más rojos mientras se contenía para no gritar al viejo guerrero.
Osco recordaba un lugar cerca de una ciudad hominiana donde los portadores de máscaras acudían a meditar al pie de una cascada. Mientras la máscara estuviera meditando, sería fácil acercarse lo suficiente como para congelarlo con un hechizo de frío. Por caminos que sólo él conocía, llegó cerca de la cascada. Una gran homina azul estaba sentada allí, sola, indefensa. La oportunidad parecía casi demasiado buena. Elevándose a su máxima altura, lanzó el hechizo de frío. Pero el hechizo pareció rebotar en la alta chica azul, que no se movió. Osco lo intentó una y otra vez, pero sin más éxito que la primera vez. Osco no pudo aguantar más y se dirigió hacia la homina, decidido a tener su cabeza a pesar de todo. Pero un pequeño chasquido de la vegetación le hizo girar la cabeza hacia él.
Y sin preocuparse más por él, retomó su postura relajada. Osco, aturdido, vino a sentarse al pie de la cascada sin entender muy bien por qué obedecía a esa voz tan persuasiva. El hechizo se levantó sólo cuando sonaron gritos de alarma pidiendo ayuda. Las máscaras llegaban en número y Osco sólo supo huir cuando la Sabia se levantó, empuñando las armas.
El líder del campamento no ocultó su enfado:
Pero, ¿cómo encontrar la cabeza de una entidad que no existe? Osco empezó por vagar sin rumbo durante un tiempo por la selva que amaba. La solución al enigma seguía rechazándose. La prueba era difícil, no podía pedir otra. Si no podía hacerla, tendría que abandonar su tribu. Los suspiros y luego los sollozos surgieron en él mientras la luz del día se volvía más oscura y anaranjada. No sabía nada de las costumbres de los homins y por eso se sorprendió mucho cuando vio aparecer ante él a un hada de Atysmas.
Y Osco empezó a gemir de nuevo. *gimiendo*
Y el hada desapareció. ¿Crear la cabeza? A Osco le gustó la idea de inmediato. Conocía suficientes lugares para encontrar corteza, lianas, flores, frutos, todo lo necesario para crear a Zoran en su totalidad. A lo largo de lo que quedaba de noche, caminó por la selva. Y por la mañana, sostuvo la cabeza de Zoran en sus manos. Parecía un poco desgreñada y con grandes bigotes, pero al mirarla, se podía sentir toda la vitalidad de Zoran en una mañana de primavera, cuando la savia está a punto de estallar.
Cuando Osco presentó la cabeza de Zoran al jefe, éste se inclinó y aceptó a Osco en la tribu para siempre. Y es algo de esta savia de Zoran lo que se puede encontrar en las joyas de Gibbakya.